Por: Marcela Rugo Escritora de novela y relato; activista por los Derechos Humanos.
¿Has escuchado hablar de la usurpación cultural? En lo personal, es un tema que algunos días me trasnocha. ¿Cuándo estamos apreciando una cultura —por medio de la integración de sus prácticas, saberes, formas de vestir o comer, en nuestras vidas— y cuándo hemos cruzado la línea, hasta convertirnos en usurpadores? ¿Qué indica claramente que estamos ante un caso de “apropiación cultural”?
Antes de seguir con mis reflexiones, pongo mi realidad sobre la mesa. Gracias a mi trabajo, he tenido la oportunidad de visitar muchos lugares del mundo, con tradiciones fascinantes. En algunos casos, visité un país o región particular con mucha frecuencia —la suficiente para adentrarme más en la cotidianidad de su gente, forjar amistades duraderas, familiarizarme con nuevas formas de hacer las cosas y reconocer con facilidad los “ores” del sitio: colores, sabores y olores—. Al igual que otros visitantes, suelo comprar objetos, artesanías, telas y otros recuerdos durante mis viajes.
Pero, mi adquisición favorita siempre han sido las faldas, blusas, bufandas y bolsos con telas, tejidos, grabados o estilos locales (aunque, es cierto, son prendas adaptadas para lo que suele gustar al turismo). Las compro y las uso con cariño y orgullo hasta el cansancio. De Uganda y Tanzania siempre traje faldas de tejido Kanga o Ankara; de La Guajira me regalaron mantas wayuu, en Guatemala y Ecuador adquirí prendas hechas en los telares, en la India y Paquistán compré blusones tipo Kurta (sueltos, hasta la rodilla). Es, precisamente de esta práctica propia, que me surge la inquietud cuando escucho noticias sobre personas famosas, influenciadores o empresas que son criticadas por caer en la usurpación.
La definición más común de la apropiación o usurpación cultural hace referencia a la acción de tomar cosas de una cultura ajena, sin reconocerlo abiertamente, con el objeto de hacer burla o bromas despectivas, buscando un lucro o beneficio individual, o sin demostrar que se hace desde el respeto. No parece algo tan complicado. De hecho, al leer estas explicaciones, me convenzo de que la etiqueta de usurpadora no me corresponde y me quedo tranquila por un tiempo. Es más, me atrevo a levantar el “dedo acusador” y a señalar casos en los que, sin duda, hay una apropiación. Por ejemplo, situaciones donde hay ganancias financieras tras el uso de una práctica cultural que no es propia, serían los más evidentes.
Sin embargo, el asunto no está tan claro, incluso cuando hay dinero de por medio. Basta con remitirnos a la cantidad de centros de yoga en mundo, que son propiedad de personas que no convivieron con esta disciplina desde su infancia, y que obtienen algún pago por enseñarla. Es poco probable que la mayoría de estos individuos sientan que merecen la etiqueta de usurpadores. También es cada vez más frecuente —por ejemplo, entre jóvenes europeos— el turismo hacia América Latina, para la toma de la ayahuasca u otras plantas usadas por las comunidades indígenas. Muchas personas se conectan tanto con estos métodos, que después los incorporan a su vida personal como forma de sanación y exploración. Y, sí, algunos terminan haciendo algún tipo de negocio relacionado con estas experiencias. ¿Estamos ante casos de usurpación? o, por el contrario, ¿estamos ante casos de personas que aprecian la diversidad, ven más allá de las prácticas de la medicina occidental y reconocen en lo local e indígena alternativas válidas para sus vidas? ¿Acaso no queremos más gente capaz de mirar por fuera de lo que les resulta familiar y cómodo y de valorar otras formas de ser y hacer?
Podría dar cientos de ejemplos más de acciones que, miradas desde el lente de la usurpación, nos cuestionan. No pretendo hacer una lista exhaustiva o dar la impresión de que intento reducir el tema de la apropiación cultural al típico “depende del ojo con el que se le mire”. Hacerlo sería irrespetuoso con los movimientos que demandan mayor reflexión y acción sobre el asunto.
Marcela Rugo
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