Por: Marcela Rugo
Si has migrado o estás considerando la migración como una alternativa, tal vez te has planteado la cuestión de los privilegios, de manera consciente o inconsciente. Por ejemplo, es posible que hayas considerado la influencia de tu nacionalidad/pasaporte, raza, género, edad, profesión, y de otros factores en las oportunidades que tendrás en el extranjero. Algo he aprendido de mi proceso migratorio —soy colombiana y he tenido la oportunidad de vivir en tres países por casi veinte años— y es desde esta experiencia que comparto esta reflexión.
La migración suele ser una experiencia desafiante, incluso en los casos en los que cambiamos nuestra residencia habitual por decisión propia y contando de antemano con acuerdos que prometen darnos estabilidad financiera y/o emocional. Por ejemplo, cuando nos trasladamos para aceptar un cargo, acceder a un curso o para seguir el amor. La migración implica abandonar lo conocido, comenzar de cero en cosas básicas (entender el funcionamiento del transporte, la educación, la política, los bancos, etc.), aprender pautas sociales (formas de comunicación, de crear vínculos, de no ofender o intimidar con nuestra jerga o manera de decir las cosas) y, en general, asumir una curva de aprendizaje muy empinada. El desafío es mayor cuando la migración se debe a la falta de recursos para cubrir las necesidades básicas, la guerra, el miedo o el rechazo en el lugar de origen.
En otras palabras, migrar no es sencillo para nadie, incluso cuando el reto es deseado y deriva en una experiencia enriquecedora. Sin embargo, los grados de dificultad varían significativamente entre personas migrantes, debido a factores que incluyen, pero que van más allá de las circunstancias iniciales que llevaron al traslado. Los privilegios asociados a ciertos aspectos de nuestra identidad son algunos de estos factores. Me refiero, por ejemplo, a los privilegios de raza y etnia. Sí, existen, y no serán menos reales porque nos neguemos a reconocerlos. Ser una persona migrante blanca puede ponernos en situaciones de ventaja. De la misma forma, ser una persona migrante negra o con características físicas asociadas a determinados grupos indígenas puede exacerbar la discriminación y la opresión cuando se llega al país de destino. ¿Una afirmación controversial? Por supuesto, y hay que tomar la idea con pinzas. Sé que hay personas blancas con experiencias duras de migración, quienes están a punto de abandonar la lectura de esta columna al considerarla subjetiva. Tienen derecho a sentirse de esa forma, particularmente si en su ruta migratoria han encontrado muros, me atrevo a señalar que, en similares circunstancias, a una persona racializada le hubiese resultado aún más difícil.
En las sociedades de destino —que no es lo mismo que hablar de las leyes, en las que las definiciones dan menor espacio a la flexibilidad— la procedencia no es lo único que te asigna a la categoría de “persona migrante”. Esto es todavía más cierto e importante cuando nos referimos a sociedades con xenofobia creciente. Si eres una persona blanca no siempre saben dónde ubicarte. Probablemente tienes ancestros europeos… Tal vez no vienes a usurpar un espacio en el mundo laboral… Puede que vengas a trabajar con una multinacional en calidad de “expatriada” (un término que también suele usarse con un grado de “superioridad” frente a la definición de “persona migrante”).
“Es que tú no eres como ellos”, así, sin tapujos me lo han dicho personas conocidas cuando, tras despotricar sobre la necesidad de cerrar o endurecer las fronteras, haciendo uso de apelativos negativos y de cifras exageradas, te incluyen en el debate como a una “no migrante”. Y no, no es que no supieran que estabas ahí. Por supuesto, sabían que eres extranjera. Pero soy blanca y de ojos claros. Algunas veces, no encajo en su definición de persona migrante o en la connotación que tienen del término.
El privilegio blanco en los movimientos transfronterizos existe. Resulta cómodo no reconocerlo y reaccionar ante cualquier sugerencia de privilegio narrando nuestras propias dificultades en el proceso migratorio o trayendo a colación casos de amistades para quienes la raza no ha tenido un impacto directo en la vivencia de situaciones discriminatorias. Claro, hay otras variables que influyen en la experiencia migratoria y que, en ciertos casos, pesarán aún más —de manera positiva o negativa— que la raza y la etnia. Pero reconocer que hay otros tipos de privilegios u opresiones no es razón suficiente para desconocer que existe un racismo sistémico e institucionalizado que permea los desplazamientos humanos y que es frecuente en muchos de los países receptores de personas migrantes.
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